¡Bendice, alma mía, al Señor! ¡Cuán grande eres, Señor mi Dios! ¡Estás rodeado de gloria y de esplendor!
¡Te has revestido de luz, como de una vestidura! ¡Extiendes los cielos como una cortina!
¡Dispones tus mansiones sobre las aguas! ¡Las nubes son tu lujoso carruaje, y te transportas sobre las alas del viento!
¡Los vientos son tus mensajeros! ¡Las llamas de fuego están a tu servicio!
Tú afirmaste la tierra sobre sus cimientos, y de allí nada la moverá.
¡Con las aguas del abismo la cubriste! Las aguas se detuvieron sobre los montes,
pero las reprendiste, y huyeron; al escuchar tu voz, bajaron presurosas.
Subieron a los montes, bajaron por los valles, al sitio que les habías destinado.
Les pusiste un límite, que no debían cruzar, para que no volvieran a cubrir la tierra.
Tú llenas las fuentes con los arroyos que corren ligeros entre los montes;
allí apagan su sed los animales salvajes; allí los asnos monteses mitigan su sed.
En sus riberas anidan las aves del cielo, y entre las ramas se escuchan sus trinos.
Desde las alturas riegas los montes, y la tierra se sacia con el fruto de tus obras.
Haces crecer la hierba para los ganados, y las plantas que el hombre cultiva para sacar de la tierra el pan que come
y el vino que le alegra el corazón, el aceite que da brillo a su rostro, y el pan que sustenta su vida.
Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él mismo plantó.
En sus ramas anidan las aves; en las hayas hacen su nido las cigüeñas;
en las altas montañas retozan las cabras monteses; en las peñas se resguardan los damanes.